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Simplemente Redencion Un sermon interesante y antiguo que encontre en la red de un antiguo predicador Spurgeon.
Desde este púlpito puedo observar los rostros de mis amigos, que han ocupado los mismos lugares, hasta donde es posible, durante todos estos meses; y tengo el privilegio y el placer de saber que una gran proporción, ciertamente las tres cuartas partes de las personas que se congregan aquí, no son personas que asisten por pura curiosidad, sino que son mis oyentes regulares y constantes. Y pueden observar que mi carácter también ha cambiado. Antes era un evangelista, pero ahora mi responsabilidad ha pasado a ser la del pastor de ustedes. Ustedes eran antes un grupo muy variado, reunido para escucharme, pero ahora estamos unidos por los lazos del amor; por nuestra asociación hemos aprendido a amarnos y a respetarnos los unos a los otros, y ahora ustedes se han convertido en las ovejas de mis pastos, y miembros de mi rebaño; y yo tengo el privilegio de asumir la posición de un pastor en este lugar, como también de la capilla donde trabajo por las tardes. Entonces, pienso que cada uno de ustedes estará de acuerdo que debido a que tanto la congregación como mi oficio han cambiado ahora, la propia enseñanza debe sufrir una modificación en cierta medida. Ha sido siempre mi intención dirigirme a ustedes a partir de las sencillas verdades del Evangelio; muy raras veces, en este lugar, he intentado adentrarme en las profundas cosas de Dios. Un texto que podría considerarse adecuado para mi congregación que se reúne en las tardes, no necesariamente sería tema de comentario en este lugar, por las mañanas. Hay muchas doctrinas elevadas y misteriosas que no he dejado de comentar en mi propia capilla, pero sobre las que no me he tomado la libertad de introducir aquí, pues los he considerado como un grupo de personas congregadas casualmente aquí para escuchar la Palabra. Pero ahora, ya que las circunstancias han cambiado, cambiaremos la enseñanza también. No me voy a limitar ahora simplemente a la doctrina de la fe, o a la enseñanza del bautismo del creyente; no me voy a quedar sobre la superficie de los asuntos, sino que voy a aventurarme, con la guía de Dios, para entrar en esos temas que descansan en la base de nuestra religión tan querida. No me va a dar vergüenza predicar ante ustedes la doctrina de la Soberanía Divina de Dios; no voy a titubear al predicar la doctrina de la Elección, sin reservas ni rodeos. No temeré explicar la grandiosa verdad de la perseverancia final de los santos; no voy a pasar por alto la verdad indudable de la Escritura, el llamado eficaz que hace Dios a Sus elegidos; me voy a esforzar, con la ayuda de Dios, para no ocultarles nada a ustedes que se han convertido en mi rebaño. Viendo que muchos de ustedes han gustado ahora "la benignidad del Señor," vamos a tratar de abarcar el sistema completo de las doctrinas de la gracia, para que los santos puedan ser edificados y desarrollados en su más santa fe. Comienzo este día con la doctrina de la Redención. "Para dar su vida en rescate por muchos." La doctrina de la Redención es una de las doctrinas más importantes del sistema de la fe. Un error en este punto inevitablemente llevará al error a lo largo de todo el sistema de nuestra fe. Ahora, ustedes están conscientes que hay diferentes teorías de la Redención. Todos los cristianos sostienen que Cristo murió para redimir, pero no todos los cristianos enseñan la misma redención. Tenemos diferencias en cuanto a la naturaleza de la expiación, y en cuanto al plan de redención. Por ejemplo, el arminiano sostiene que Cristo, cuando murió, no murió con objeto de salvar a una persona en particular; y ellos enseñan que la muerte de Cristo, en sí misma, no garantiza más allá de toda duda, la salvación de nadie. Ellos creen que Cristo murió para hacer posible la salvación de todos los hombres, o que haciendo algunas otras cosas, cualquier hombre que así lo quiera puede alcanzar la vida eterna; por consiguiente, están obligados a sostener que si la voluntad del hombre no cede y no se somete voluntariamente a la gracia, entonces la expiación de Cristo sería ineficaz. Ellos sostienen que no hay nada particular ni especial en la muerte de Cristo. Cristo murió, dicen ellos, tanto por Judas que está en el infierno como por Pedro, que se remontó al cielo. Ellos creen que para quienes han sido consignados al fuego eterno, hubo una redención tan verdadera y real, como para quienes se encuentran ahora ante el trono del Altísimo. Pero nosotros no creemos en nada de eso. Nosotros sostenemos que Cristo, cuando murió, tenía un objetivo en mente, y ese objetivo será cumplido con absoluta seguridad, más allá de toda duda. Nosotros medimos el propósito de la muerte de Cristo por su efecto. Si alguien pregunta: "¿cuál fue el propósito de Cristo al morir?" nosotros respondemos a esa pregunta por medio de otra: "¿qué ha hecho Cristo, o qué hará Cristo por medio de Su muerte?" Pues nosotros declaramos que la medida del efecto del amor de Cristo, es la medida de Su propósito. Nosotros no podemos engañar a nuestra razón, pensando que la intención del Dios Todopoderoso puede frustrarse, o que el propósito de algo tan grandioso como la expiación, puede fallar por algo. Sostenemos (no tenemos miedo de decir lo que creemos) que Cristo vino a este mundo con la intención de salvar "a una gran multitud, la cual nadie podía contar;" y creemos que como resultado de esto, cada persona por quien Él murió, sin ninguna sombra de duda, será limpiada de pecado, y estará lavada en Su sangre, ante el trono del Padre. Nosotros no creemos que Cristo haya hecho una expiación eficaz por quienes están condenados para siempre; no nos atrevemos a pensar que la sangre de Cristo haya sido derramada jamás con la intención de salvar a quienes Dios sabía de antemano que no podrían ser salvos; y algunos de ellos ya estaban en el infierno cuando Cristo, de acuerdo a la creencia de algunos hombres, murió para salvarlos. De esta forma acabo de presentar nuestra teoría de la redención, y de sugerir las diferencias que existen entre dos grandes grupos de la iglesia que profesa la fe. Será mi tarea demostrar lo grandioso de la redención de Cristo Jesús; y al hacer eso, espero ser capacitado por el Espíritu de Dios, para exponer la totalidad del gran sistema de redención, de tal manera que pueda ser entendido por todos nosotros, aunque no todos lo podamos aceptar. Pues deben tener en mente que algunos de ustedes, tal vez, estén listos para objetar las cosas que yo afirmo; pero tienen que recordar que eso no me afecta; yo voy a enseñar en todo momento esas cosas que yo creo verdaderas, sin permiso y a pesar del estorbo de cualquier ser que respire. Ustedes tienen la libertad de hacer lo mismo en sus propios lugares, y de predicar sus propios puntos de vista en sus propias congregaciones, de la misma manera que yo reclamo el derecho de predicar mis convicciones, plenamente y sin ningún titubeo. Cristo Jesús "dio su vida en rescate por muchos;" y por medio de ese rescate, Él alcanzó para nosotros una gran redención. Voy a intentar demostrar lo grande de esa redención, midiéndola de cinco maneras. En primer lugar, vamos a ver su grandeza desde la perspectiva de la atrocidad de nuestra culpa, de la cual Él nos ha liberado; en segundo lugar, vamos a medir Su redención por la severidad de la justicia divina; en tercer lugar, vamos a medirla por el precio que Él pagó, los tormentos que soportó; a continuación vamos a tratar de magnificarla, viendo la liberación que Él alcanzó; y vamos a concluir observando el gran número de personas para quienes se llevó a cabo la redención, quienes son descritos en nuestro texto como "muchos." I. Entonces, en primer lugar, veremos que la redención de Cristo no fue algo insignificante, si la medimos, primero, por NUESTROS PROPIOS PECADOS. Hermanos, por un instante contemplen el hoyo de donde fueron desenterrados y la cantera donde han sido labrados. Ustedes, que han sido lavados, y limpiados, y santificados, hagan una pausa por un momento, y vuelvan su vista atrás al estado anterior de su ignorancia; los pecados que cometían, los crímenes hacia los que se despeñaban, la continua rebelión contra Dios en la que vivían habitualmente. Un pecado puede perder el alma para siempre; no está al alcance de la mente humana entender la maldad infinita que dormita en las entrañas de un pecado solitario. Hay verdaderamente una inmensidad de culpa cobijada en una trasgresión contra la majestad del cielo. Entonces, si tú y yo hubiéramos pecado una sola vez, nada sino una expiación infinita en valor hubiera podido lavar jamás el pecado y hacer satisfacción por él. ¿Pero acaso ha sido sólo una vez que tú y yo hemos transgredido? No, hermanos míos, nuestras iniquidades son mayores en número que los cabellos de nuestra cabeza; han prevalecido poderosamente contra nosotros. Podríamos muy bien intentar contar la arena del mar, o intentar ponerle un número a las gotas que forman el océano en su totalidad, antes que llevar la cuenta de las trasgresiones que se han acumulado en nuestras vidas. Recordemos nuestra niñez. ¡Cuán pronto empezamos a pecar! ¡Cómo desobedecíamos a nuestros padres, y aun a esa temprana edad aprendimos a convertir nuestras bocas en una guarida de mentiras! En nuestra niñez ¡cuán llenos estábamos de desenfreno y rebeldía! Tercos e inconstantes, preferíamos nuestro propio camino y rompíamos todas las amarras que nuestros piadosos padres ponían sobre nosotros. Salvajemente nos lanzábamos, muchos de nosotros, al propio centro de la danza del pecado. Nos convertimos en líderes de la iniquidad; no solamente pecamos nosotros, sino que enseñamos a otros a pecar. Y en cuanto a la edad adulta, ustedes que han alcanzado la flor de la vida, puede ser que externamente parezcan más sobrios, pueden haberse liberado un poco de la disipación de la juventud; pero ¡cuán poco ha mejorado el hombre! A menos que la gracia soberana de Dios nos haya renovado, no somos del todo mejores que cuando comenzamos; y aun si el cambio ha sido operado en nosotros, todavía tenemos pecados de los que debemos arrepentirnos, y debemos todos poner nuestras bocas en el polvo y cubrir de cenizas nuestras cabezas y exclamar: "¡Inmundo! ¡Inmundo!" Y ¡oh!, ustedes que se apoyan agotados sobre sus bastones, el soporte de su ancianidad, ¿acaso no tienen ustedes todavía pecados que cuelgan de sus vestidos? ¿Acaso son sus vidas tan blancas como los cabellos blancos que coronan sus cabezas? ¿Acaso no sienten todavía que la trasgresión embadurna sus vestidos, y mancha su blancura? ¡Cuán a menudo son ahora arrojados al hoyo, hasta el punto de ser aborrecidos por sus propios vestidos! Vuelvan sus ojos a los sesenta, los setenta, los ochenta años, a lo largo de los cuales Dios les ha perdonado la vida; ¿pueden ustedes aunque sea por un momento pensar que es posible que ustedes tiene la capacidad de contar sus innumerables trasgresiones, o calcular el peso de los crímenes que han cometido? ¡Oh, estrellas del cielo! El astrónomo puede medir su distancia y su altura, pero ¡oh, pecados de la humanidad! Ustedes sobrepasan cualquier cálculo. ¡Oh, elevadas montañas! ¡El hogar de la tempestad, el lugar de nacimiento de la tormenta! El hombre puede alcanzar sus cimas y pararse asombrado sobre sus nieves perpetuas; pero, ¡oh, montes del pecado! Ustedes se elevan por encima de nuestros pensamientos; ¡oh, abismos de trasgresiones! Ustedes son mucho más profundos de lo que nuestra imaginación se atreve a bucear. ¿Acaso se me acusa de denigrar la naturaleza humana? Entonces es porque ustedes no la conocen. Si Dios les hubiera manifestado la condición de su propio corazón alguna vez, ustedes mismos darían testimonio que, lejos de exagerar, mis pobres palabras no logran describir el estado desesperado de nuestro mal. ¡Oh! Si cada uno de nosotros pudiera mirar al corazón hoy. Si nuestros ojos se pudieran volver a nuestro interior, para poder ver la iniquidad que está grabada como con la punta de un diamante sobre la superficie de piedra de nuestros corazones, diríamos entonces que el ministro, independientemente de la manera como pueda describir la situación desesperada de la culpa, bajo ningún punto podría exagerar. ¡Cuán grande entonces, amados hermanos, debe ser el rescate de Cristo, al salvarnos de todos estos pecados! Los hombres por quienes murió Jesús, cuando tienen fe, independientemente de cuán grande sea su pecado, son justificados de todas sus trasgresiones. Aunque se hayan entregado a cada vicio y a cada mal deseo que Satanás haya podido sugerirles, y que la naturaleza humana podía llevar a cabo, sin embargo, cuando creyeron, toda su culpa fue limpiada. Año tras año se han recubierto de negrura, hasta que sus pecados se han convertido en una armadura; pero en un instante de fe, un momento triunfante de confianza en Cristo, la gran redención quita la culpa de numerosos años. Más aún, si fuera posible que todos los pecados que los hombres han cometido, de pensamiento, o de palabra, o de obra, desde que los mundos fueron creados, y desde que el tiempo comenzó, fueran colocados sobre una sola pobre cabeza, la gran redención sería plenamente suficiente para quitar todos estos pecados, y lavar al pecador para que quedara más blanco que la nieve. ¡Oh! ¡Quién pudiera medir las alturas de la plena suficiencia del Salvador! Quien quiera hacerlo, primero tiene que calcular qué tan grande es el pecado, y luego, recordar que así como el diluvio de Noé sobrepasó los picos de las montañas más elevadas de la tierra, así el diluvio de la redención de Cristo sobrepasa las cimas de las montañas de nuestros pecados. En los atrios del cielo hay hombres hoy que una vez fueron asesinos, y ladrones, y borrachos, y fornicarios, blasfemos y perseguidores; pero ellos fueron lavados, fueron santificados. Pregúntenles de dónde proviene el brillo de sus vestidos, y dónde obtuvieron su pureza, y ellos, al unísono, les dirán que ellos lavaron sus vestidos y los blanquearon en la sangre del Cordero. ¡Oh, ustedes conciencias atribuladas! ¡Oh, ustedes que están trabajados y cargados! ¡Oh, ustedes que gimen a causa del pecado! La grandiosa redención que ahora es proclamada a ustedes es plenamente suficiente para sus necesidades; y aunque sus numerosos pecados sobrepasan a las estrellas que adornan el firmamento, aquí hay una expiación hecha por todos ellos, un río que puede cubrirlos a todos y llevárselos muy lejos, para siempre. Esta es, entonces, la primera medida de la expiación: la atrocidad de nuestra culpa. II. Ahora, en segundo lugar, debemos medir la gran redención POR LA SEVERIDAD DE LA JUSTICIA DIVINA. "Dios es amor," y siempre ama; pero mi siguiente propuesta no interfiere para nada con esta afirmación. Dios es severamente justo, inflexiblemente severo en Sus tratos con la humanidad. El Dios de la Biblia no es el Dios que algunos imaginan, que tiene tan baja opinión del pecado, que puede pasarlo por alto sin demandar ningún castigo. Él no es el Dios de la imaginación de algunos hombres que piensan que nuestras trasgresiones son cosas tan pequeñas, simples pecadillos, que el Dios del cielo los pasa por alto y deja que mueran en el olvido. No; Jehová, el Dios de Israel, ha declarado acerca de Sí mismo: "Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es." Su propia declaración es: "Y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado." "El alma que pecare, esa morirá." Aprendan, amigos míos, a mirar a Dios como un Ser tan severo en Su justicia como si no tuviera amor, y sin embargo tan amoroso como si no fuera severo. Su amor no disminuye Su justicia, ni Su justicia se contrapone a Su amor en lo más mínimo. Las dos cosas están dulcemente vinculadas entre sí en la expiación de Cristo. Pero, fíjense bien, nunca podremos entender la plenitud de la expiación hasta no comprender antes la verdad de la Escritura acerca de la inmensa justicia de Dios. Nunca se ha dicho una mala palabra, ni se ha concebido un mal pensamiento, ni se ha cometido una mala acción, que Dios no vaya a castigar en la persona del culpable. Él tendrá una satisfacción ya sea de ustedes, o de Cristo. Si ustedes no pueden presentar la expiación por medio de Cristo, deben permanecer por siempre en una deuda que no podrán pagar, en la miseria eterna; pues tan ciertamente como que Dios es Dios, Él primero perdería Su divinidad que permitir que un pecado quede sin castigo, o una partícula de rebelión sin venganza. Ustedes podrán decir que este carácter de Dios es frío, y severo, y duro. No puedo evitar que digan eso; no obstante lo que he comentado es verdad. Así es el Dios de la Biblia; y aunque repetimos que es verdad que Él es amor, no es menos cierto que además que Él es amor, Él es plena justicia, porque toda cosa buena en su máxima perfección se encuentra en Dios, de tal forma que mientras el amor alcanza su hermosura plena, la justicia muestra una inflexibilidad severa en Él. En Su carácter, Dios no tiene ninguna torcedura ni ninguna desviación; ninguno de Sus atributos predomina como para opacar a los otros. El amor tiene dominio pleno, y la justicia no tiene un límite más estrecho que Su amor. ¡Oh!, entonces, amados hermanos, piensen cuán grandiosa debe haber sido la sustitución de Cristo, ya que pudo satisfacer a Dios por todos los pecados de Su pueblo. Por el pecado del hombre, Dios demanda el eterno castigo; y Dios ha preparado un infierno al que arrojará a quienes mueran sin arrepentirse. ¡Oh!, hermanos míos, ¿pueden imaginarse cuál debe haber sido la grandeza de Su expiación, que fue la que sustituyó a toda esta agonía que Dios hubiera vertido sobre nosotros, si no la hubiera vertido sobre Cristo? ¡Miren!, ¡miren!, ¡miren, con una mirada solemne a través de las sombras que nos separan del mundo de los espíritus, y vean esa casa de miseria que los hombres llaman infierno! No pueden soportar el espectáculo. Recuerden que en ese lugar hay espíritus que pagan por siempre a la justicia divina, su deuda; pero, aunque algunos de ellos han estado durante más de cuatro mil años quemándose en las llamas, no están más cerca de lograr pagar su deuda de lo que estaban cuando el castigo comenzó; y cuando hayan pasado diez mil veces diez mil años, no habrán hecho mayor satisfacción para Dios a causa de su culpa, de lo que han hecho hasta este momento. Y ahora pueden apreciar el pensamiento de la grandeza de la mediación del Salvador al haber pagado sus deudas, y haberlas pagado de una sola vez; de tal forma que no queda pendiente ningún saldo de esa deuda del pueblo de Cristo para con Dios, excepto una deuda de amor. El creyente no le debe nada a la justicia; aunque originalmente debía tanto que la eternidad no sería lo suficientemente larga para que permitiera pagar esa deuda, sin embargo, en un instante Cristo lo pagó todo, de tal forma que el creyente está enteramente justificado de toda culpa, y libre de todo castigo, a través de la obra de Jesucristo. Piensen, entonces, cuán grande es Su expiación viendo todo lo que ha hecho. Debo hacer una pausa aquí, para exponer otro pensamiento. Hay momentos en los que Dios el Espíritu Santo muestra a los hombres, en sus propias conciencias, la severidad de la justicia. Habrá aquí presente hoy, alguien cuyo corazón ha sido cortado por un sentido de pecado. Una vez fue un hombre libre, un libertino, sin ninguna sujeción a nadie; pero ahora la flecha del Señor ha penetrado en su corazón, y se encuentra sumido en una esclavitud peor que la de Egipto. Lo veo hoy y me dice que su culpa lo persigue por todas partes. El esclavo negro, guiado por la estrella polar, puede escapar de las crueldades de su amo y llegar a otra tierra donde pueda ser libre; en cambio, este otro hombre siente que aunque vagara por todo el ancho mundo no podría escapar de la culpa. El que ha estado atado por muchas cadenas puede tener la esperanza de encontrar una sierra que las rompa y así quedar libre. En cambio este hombre dice que ha intentado oraciones y lágrimas y buenas obras, pero aún así no puede liberar sus muñecas de las esposas que lo aprisionan. Todavía se siente como un pecador perdido, y la emancipación parece algo imposible para él, no importa lo que haga. El preso en el calabozo es, a veces, libre en su pensamiento, aunque su cuerpo esté preso; su espíritu salta por encima de las paredes de la cárcel, y vuela hacia las estrellas, libre como el águila que no es esclava del hombre. Pero este hombre es un esclavo en sus pensamientos; no puede tener ni un solo pensamiento brillante o feliz. Su alma está decaída en su interior; el hierro se ha metido en su espíritu, y está amargamente afligido. El cautivo a veces olvida su cautiverio en sus sueños, pero en cambio este hombre no puede dormir; en la noche sueña con el infierno, y en el día parece sentir ese infierno; lleva en su corazón un horno ardiente de llamas, y no importa lo que haga, no puede apagarlo. Él ha sido confirmado, ha sido bautizado, toma el sacramento, asiste a la iglesia o visita frecuentemente una capilla, sigue cada ordenamiento y obedece cada norma, pero el fuego continúa ardiendo. Da su dinero a los pobres, está presto a entregar su cuerpo a la hoguera, alimenta a los hambrientos, visita a los enfermos, da de vestir al desnudo, pero el fuego sigue ardiendo, y, no importa lo que haga, no puede apagarlo. Oh, ustedes, hijos del abatimiento y del dolor, esto que sienten es por causa de la justicia de Dios que los persigue, y dichosos son ustedes porque sienten esto, pues hoy yo les predico este Evangelio glorioso del bendito Dios. Tú eres una de las personas por quienes murió Jesucristo; por ti, Él ha satisfecho la justicia divina; y ahora todo lo que tienes que hacer para obtener paz en tu conciencia, es decir simplemente a tu adversario que te persigue: "¡Ten cuidado, mi amigo! ¡Cristo murió por mí; mis buenas obras no te detendrían, mis lágrimas no te apaciguarían: ten cuidado! ¡Allí está la cruz; allí está clavado mi Dios que sangra! ¡Escucha Su clamor de muerte! ¡Míralo morir! ¿No estás satisfecho ahora?" Y cuando hayas hecho eso, tendrás la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, que guardará tu corazón y tu mente por medio de Jesucristo tu Señor; y entonces conocerás la grandeza de Su expiación. III. En tercer lugar, podemos medir la grandeza de la Redención por EL PRECIO QUE ÉL PAGÓ. Es imposible que nosotros sepamos cuán grandes fueron los dolores que el Salvador soportó; sin embargo, una mirada a ellos no dará una pequeñísima idea de la grandeza del precio que Él tuvo que pagar por nosotros. Oh, Jesús, ¿quién podrá describir Tu agonía? "¡Que se reúnan en mí todos los manantiales,
Y habiten en mi cabeza y mis ojos; vengan, nubes y lluvia! Mi dolor necesita de todos esos líquidos, Que la naturaleza ha producido. Que cada vena Absorba todo un río para alimentar mis ojos, Mis ojos cansados de llanto; demasiado secos están A menos que se liguen a nuevos conductos y suministros, Que los humedezcan, y reflejen mi conciencia."
"Nada traigo en mi manos,
Solamente a Tu cruz me aferro; Desnudo, busco en Él vestido; Desamparado, vengo a Él por gracia. Sucio, a esta fuente corro; Lávame, Salvador, porque muero."
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